
Sucede entonces que nos encontramos en una sala de la casa -o edificio público- con otra persona y el sonido de nuestra ropa al rozarse entre sí con cada movimiento comienza a irritarnos. Entonces, entendemos que debemos romper ese maleficio y lanzarnos a la charla; por supuesto, rara vez nuestro interlocutor desea enredarse en una de ellas.
Así, obtenemos como resultado este grandioso fenómeno en el que las oraciones quedan truncas, y son completadas inconscientemente por el receptor.
Este hecho ocurre de dos maneras bien marcadas: en una cuando el emisor empieza a desvariar y sabe que se ha ido de tema, por lo que va apagando el timbre de su voz hasta que casi ni se escucha; una especie de fade out oral; el otro, es aquel que enlazado por una conversación, ha prendido el piloto automático y aunque su compañero no le haya hecho pregunta alguna, cree que está en el deber de contestar con lo que sea -aun reafirmando lo que le han dicho-, pero que sin embargo corta su oración en el final.
¿Existe ejemplo más fehaciente que el de las jubiladas que nos hablan en la cola de la caja?