Basado en una historia real
El
viento bajaba un poco la temperatura, pero así y todo estaba insoportable. El
chino tenía la cara transpirada, mientras una señora de unos setenta años le
mostraba una libretita.
—¿Y “reina” cómo se dice? —entrecerraba los ojos
intentando entender la pronunciación del vendedor.
En la libretita de la señora, el hombre se había
encargado de dibujar los símbolos de la palabra y bajo ellos, la señora
aclaraba cómo debía decirlo y qué era lo que significaba.
—¿Cómo es que se dice? —acerco su nariz ganchuda aun más
al cuerpo del oriental, para escucharlo mejor.
La cara del vendedor se había transformado hacía algunos
minutos; serio, me miraba de reojo y suspiraba. “No me lompas los huevos”
pensaba.
—Puede ir a escuela de 46 entre 6 y 7. Ahí enseñan glatis.
—¿Gratarola?
—Tiene
que apendelse las otra’ primero
—juntó sus manos y casi quedaron pegadas—. Poquito, poquito, poquito.
—Tengo que encontrar la otra libretita con las que me
enseñaste.
—¿La tidó a la basula?
—¿Basura? ¿Me estás tratando de sucia? —la señora soltó
una carcajada y mostró las coronas metálicas de sus dientes—. No si unos pibes
me limpiaron el otro día.
La risa duró un rato. Lo hacía con los ojos
entrecerrados, mientras el chino me miraba con complicidad. Entonces, la
conversación viró.
—No tenés vino bueno —la señora guardaba su anotador en
la cartera.
—¿Cómo que no? Hay de como cualenta peso’.
—Eeeh, pero ¿qué te pensás, que soy Cristina? —volvió a
reír.
—Noo, Clitina toma
de como mil peso’ —ahora era el vendedor el que reía, mientras me miraba.
—No, Cristina toma yampan.
La señora preguntó cuánto era y se puso a buscar la
plata. Entonces, el chino me miró con mi caja de puré de tomate.
—Cuatro peso’, amigo.