Me acosté y dejé el diente debajo de
la almohada con mucho cuidado; no vaya a ser cosa que se me pierda el diente y
me quede sin mi billetito de Carlos Pellegrini. Mientras empezaba a dormirme,
planeaba lo que iba a suceder mi mañana siguiente. Iba a hacer crema el peso,
qué ahorro ni qué ocho cuartos -la tele dice “un peso igual a un dólar”, ¡vamos
Ménem!-, mañana me compro un huevo Kinder gigante.
No me podía dormir de la ansiedad y
hasta casi me caigo de la cucheta dos veces, culpa de giros hacia la izquierda
mal calculados; no dormís en una King size, gilún. Estaba insoportable y para
colmo se escuchaba el quilombo en toda la casa. Los tornillos de la cama
rechinaban pidiendo aceite.

En algún momento, quién sabe cómo,
me quedé dormido. Y chau. Pérez se podría haber presentado hasta con una banda
de pandereteros que yo ni enterado; cuando uno es pibe tiene el sueño profundo,
es la única forma de explicar esas noches que dormido en el sillón, uno
amanecía en su cama.
Cuestión que esa mañana me desperté,
y como un acto reflejo metí la mano bajo la almohada; ni una moneda había, ¡rata
inmunda! Pero seguí palpando, jamás se pierden las esperanzas, y casi que me
tajeo un dedo con la raíz del diente.
Ojos vidriosos. Valiente salto desde
las alturas de la cucheta. Me calzo las pantuflas de Garfield. Encaro al
comedor.
—Pa… no pasó el ratón Pérez —claro
que mi voz suena quebrada, tengo casi ocho años y el bicho que repartía la
guita se había olvidado de mí.
—Uh, se habrá quedado dormido —y
estiró la mano con un papelito—. Tomá, andá a comprarte el Kinder.
No sé cuánto tiempo después me
enteré que el ratón no existía y que mi viejo se había quedado dormido.
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