viernes, 14 de septiembre de 2012

Me costó un huevo

A veces, viene bien refritar las cosas que uno hace académicamente.


Me acosté y dejé el diente debajo de la almohada con mucho cuidado; no vaya a ser cosa que se me pierda el diente y me quede sin mi billetito de Carlos Pellegrini. Mientras empezaba a dormirme, planeaba lo que iba a suceder mi mañana siguiente. Iba a hacer crema el peso, qué ahorro ni qué ocho cuartos -la tele dice “un peso igual a un dólar”, ¡vamos Ménem!-, mañana me compro un huevo Kinder gigante.
            No me podía dormir de la ansiedad y hasta casi me caigo de la cucheta dos veces, culpa de giros hacia la izquierda mal calculados; no dormís en una King size, gilún. Estaba insoportable y para colmo se escuchaba el quilombo en toda la casa. Los tornillos de la cama rechinaban pidiendo aceite.
            “Quedate quieto, mamón, que vas a espantar al ratón”. Me cagaba a pedos y me obligaba a quedarme quieto, pero era imposible. Cada tanto, algunos brotes de hiperquinesia me dominaban por completo y a la mierda el mandato; igual estaba bueno, yo me moría de ganas de ver cómo era la laucha, que vaya uno a saber por qué, me la imaginaba de color azul. Seguro “Los pitufos” me habían cagado la infancia, andá a saber.
            En algún momento, quién sabe cómo, me quedé dormido. Y chau. Pérez se podría haber presentado hasta con una banda de pandereteros que yo ni enterado; cuando uno es pibe tiene el sueño profundo, es la única forma de explicar esas noches que dormido en el sillón, uno amanecía en su cama.
            Cuestión que esa mañana me desperté, y como un acto reflejo metí la mano bajo la almohada; ni una moneda había, ¡rata inmunda! Pero seguí palpando, jamás se pierden las esperanzas, y casi que me tajeo un dedo con la raíz del diente.
            Ojos vidriosos. Valiente salto desde las alturas de la cucheta. Me calzo las pantuflas de Garfield. Encaro al comedor.
            —Pa… no pasó el ratón Pérez —claro que mi voz suena quebrada, tengo casi ocho años y el bicho que repartía la guita se había olvidado de mí.
            —Uh, se habrá quedado dormido —y estiró la mano con un papelito—. Tomá, andá a comprarte el Kinder.
            No sé cuánto tiempo después me enteré que el ratón no existía y que mi viejo se había quedado dormido. 

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